Segundo

Durante sus primeros años en Japón, Victor se ve obligado a recibir educación en casa debido a su falta de dominio del idioma, lo que le impide asistir a la escuela como otros niños. 

Su padre, ausente la mayor parte del tiempo, lo mantiene ocupado con varios profesores privados que le enseñan Historia, Matemáticas, Ciencias y Música. Curiosamente, el piano se ha convertido en su instrumento favorito.

Cada mañana sigue el mismo patrón: se levanta, desayuna, estudia sus materias, practica piano al ritmo del metrónomo, y luego hace sus deberes, sin cambios significativos. 

Tras meditar profundamente, Victor llega a una cruel conclusión: antes creía estar en una burbuja, pero ahora comprende que aquella enorme casa no es otra cosa que una jaula de oro, donde lo han encerrado contra su voluntad. 

Se siente como un ave cuya belleza y canto singular han sido castigados. A veces, cuando la indiferencia de su padre lo abruma, Victor fantasea con romper los barrotes de las ventanas para ser libre, pero comprende que es solo un niño y las posibilidades son nulas en ese punto de su vida.

Además, es triste de cierta manera: con diez años, Victor no tiene amigos y, aunque trata de lidiar con ello, la soledad lo acompaña constantemente. 

Con el paso del tiempo, la primavera da paso al verano, el verano se transforma en otoño y este último abre paso al invierno, con sus primeras nevadas. La Navidad se acerca, sumergiéndolos a todos en un ambiente festivo que Victor no logra disfrutar. 

Detesta esa época del año por dos simples razones: nunca puede compartirla con nadie y también es su cumpleaños.

Aunque hay personal sirviendo en la gran casa donde se establecieron después de mudarse desde Rusia, generalmente tratan a Victor con cortesía fría, especialmente durante esas fechas. 

Después de prepararle una cena decente, colocar los regalos bajo el árbol de Navidad y cumplir con sus obligaciones, todos se marchan para estar con sus propias familias. Solo la ama de llaves permanece hasta que su padre regresa a casa.

Esa Navidad, por primera vez, Victor se ha atrevido a expresar en voz alta qué regalo espera recibir el veinticinco de Diciembre. 

Reuniendo valor, intentó hablar con su padre semanas atrás; aunque el hombre parecía enfadado y no entendía por qué se atrevía a ir hasta su oficina, de todos modos lo dejó hablar. 

Y Victor le pidió una mascota: un perrito con el que pudiera compartir sus tardes. Michail, por supuesto, usó como pretexto que todavía no era lo suficientemente maduro para cuidar a otro ser vivo, pero Victor insistió una y otra vez. Hizo hincapié en su excelente comportamiento y en que eso lo hacía merecedor de su no tan descabellado capricho. 

A pesar de creer que su padre intentaría negarse, fue así como Makkachin llega a formar parte de su pequeño mundo.

En esa mañana de nochebuena, un adorable cachorro lo recibe entre gemidos lastimeros y asustados, escondido bajo el gran árbol de Navidad, luciendo tan vulnerable y perdido que Victor lo comprende al instante, pues él se siente de la misma manera. 

Desde entonces, los dos se vuelven inseparables: duermen juntos, van a todas partes en compañía del otro y Victor siempre juega con aquel travieso caniche después de terminar sus lecciones de piano. 

Poco a poco, Makkachin se convierte en el primer amigo que Victor puede darse el lujo de tener, y por entonces, le parece más que suficiente. 

O al menos, así lo creyó.



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