Aquel que se creía invisible

La familia Katsuki, pese a ser pequeña, siempre fue extremadamente unida.

Incluso antes de que Toshiya falleciera, la relación entre ellos era muy sólida; jamás se ocultaban nada ya que existía la confianza suficiente para hablar las cosas sin importar cuán complicadas pudieran tornarse, e intentaban encontrar alguna solución apropiada juntos. Con el paso de los años, aprendieron a convertirse en un verdadero equipo. 

Hiroko se enorgullecía al decir que sus hijos eran buenos chicos: responsables, humildes, amables, dos personas capaces de apoyarse mutuamente sin ninguna clase de egoísmo. Por ello, tras la intempestiva propuesta hecha por Hisahi, Mari no se creyó capaz de otorgarle una respuesta inmediata debido a la situación que su familia enfrentaba en esos momentos. Asustada, le pidió tiempo para pensarlo y quizá de esa manera sería capaz de tomar una decisión apropiada que no terminara dañando a nadie.

Hisashi entendió; aunque en tal petición ocultaba un posible rechazo inminente.

Por obvias razones las primeras personas en enterarse acerca de lo sucedido fueron Hiroko y Yuuri. Ella regresó a casa luciendo tan perdida y confundida, que ambos temieron que algo malo hubiera sucedido. Pero Mari, tranquilizándoles, procedió a contarles los sucesos que se llevaron a cabo en las últimas horas: cómo fue, dónde la llevó, la manera en que decidió proponérsele. 

Yuuri y Hiroko escucharon sorprendidos cada detalle, sin embargo, en algún punto del relato la culpabilidad cayó sobre Yuuri tal cual si fuesen gélidos bloques de hielo sólido. Ella mejor que nadie era consciente de la realidad con que lidiaban todos los días, aun así, le pareció demasiado injusto que se sintiera dividida a tal grado.

A gran diferencia suya, Mari sí tenía más opciones a elegir: encontró al amor, podía tenerlo al alcance de sus manos y dejarlo ir posiblemente terminaría convirtiéndose en el peor error de toda su vida.

—Voy a decirle que no —concluyó derrotada luego de tomar asiento en una silla cercana.

Tras escucharla, Hiroko se llevó una mano al pecho demasiado impresionada creyéndose incapaz de brindarle algún consejo útil. Yuuri en cambio, prefirió mantenerse al margen mientras pensaba qué podían hacer al respecto.

—Mari...

—Será lo mejor; no puedo irme y dejarlos aquí. Yutopia también es mi responsabilidad —dijo, aunque ninguno supo si trataba de convencerles a ellos o a sí misma—. Además, papá lo hubiese querido así.

—Cariño —reponiéndose al fin, Hiroko se acercó a Mari buscando así fomentar contacto entre ambas—. Toshiya los amaba muchísimo, y puedo asegurarte que deseaba verlos felices sin importar el camino que decidieran tomar—. Mari pareció dudosa, no obstante, negó mostrándose decidida a seguir en la misma postura.

—Suena muy bonito, pero nada es tan sencillo y ambos lo saben —les hizo ver—. Necesitan mi ayuda. ¿Qué sucederá con Yutopia si decido marcharme? Ustedes solos no podrán hacerse cargo y a la larga podrían tener demasiadas dificultades.

Hiroko guardó silencio. Justo igual que Yuuri, Mari era demasiado terca para su propio bienestar. Este en cambio, frunció el entrecejo. Si lo analizaban con detenimiento, Mari estaba empecinada en encontrar mil y un motivos para decir no. Aun así, cada uno de ello se terminaban relacionándose con factores ajenos a lo que ella realmente deseaba hacer.

—¿Lo amas? —ambas mujeres le miraron estupefactas. Obviamente no esperaban una pregunta de tal índole.

—¿Qué?

—¿Realmente amas a Hisashi? —en ese justo instante, Mari notó en los ojos de su hermano menor una determinación que le dio miedo. Le conocía demasiado bien para darse una idea bastante clara hacía dónde planeaba llegar realmente.

—Con el alma entera —admitió derrotada. Yuuri tomó una respiración profunda mostrándose resuelto ante lo que diría a continuación—. No. Saca esa idea absurda de tu cabeza, ¿entiendes? No lo haré. ¡No es justo que quieras cargar con un peso tan grande solo!

—Y tampoco es justo que renuncies al hombre que amas por quedarte atada aquí —Yuuri le hizo ver con paciencia infinita—. Mamá y yo nos haremos cargo; al inicio será difícil, pero podemos pedir apoyo en el entretanto. Phichit podría ser de mucha ayuda —lo cual era cierto, su mejor amigo jamás le fallaría—. Todo saldrá bien, ya lo verás —las lágrimas, sin remedio alguno, al fin terminaron venciéndola.

—Yo soy la hermana mayor —sollozó—. Se supone que debería cuidar de ustedes.

—Y lo has hecho bien hasta ahora —Hiroko le tranquilizó, aunque también parecía a punto de llorar—. Sabemos que nos amas. Aun así, creo que ya es tiempo de que comiences a escribir tu propia historia, mi niña.

Conmovida, Mari se lanzó a los brazos de ambos, conforme profería mil agradecimientos, totalmente aliviada y feliz.

Iba a casarse.

Y eso era, por supuesto, motivo de gran alegría.

Semanas después, pese a ser sencilla, la boda fue maravillosa y se llevó a cabo en una pequeña capilla del pueblo. Tanto Yuuri como Hiroko fueron los responsables de que todo estuviera adornado con alcatraces y rosas blancas, brindándole al sitio un aspecto de ensueño. Si era sincero, aunque pasaran mil años Yuuri jamás olvidaría cuan hermosa lució Mari ese día. 

Pese a que cada uno de los aspectos relacionados con la boda se convirtieron en una auténtica locura, con ayuda de Hiroko y su futura suegra, Mari eligió un vestido blanco sencillo con detalles en encaje, además decidió atarse el cabello en un moño alto pero elegante que realzaba sus facciones y Yuuri, buscando que ella se sintiera como una verdadera princesa de cuento, se encargó de confeccionarle una delicada corona de flores a la cual pudieran integrare el velo para complementar el conjunto.

Mari contuvo la emoción al ver el trabajo terminado. Yuuri en cambio, fue feliz de saber que ella era feliz.

Si bien los padres de Hisashi insistieron demasiado en realizar una fiesta a la cual medio Hasetsu hubiese podido asistir si así lo deseaban, Mari se inclinó ante algo más casual e íntimo, donde solo las personas que realmente apreciaba estuvieran presentes. 

Así que Yuuri tuvo permitido invitar a Phichit, su mejor amigo desde que podía recordar, pues Mari también lo consideraba un hermano pequeño y Hiroko le adoraba. Este, por supuesto, aceptó encantado. Si bien algunas personas encontraron bastante extraño que con tantos conflictos y una guerra en puerta creyeran prudente llevar a cabo una boda, ambas familias sabían demasiado bien que si no lo intentaban en ese preciso instante resultaría imposible tratar después.

Hubo quienes, apoyándolos en sobremanera, obsequiaron varias cosas como el pastel –los padres de Yuko, otra amiga de infancia, tenían una pastelería– o la comida. Phichit en cambio, se ofreció voluntario a tomar fotografías con su cámara, un armatoste inmenso que Yuuri no sabía cómo demonios lograba transportar a todas partes consigo; el sueño de su amigo consistía en convertirse en fotógrafo profesional algún día, motivo por el cual solía practicar siempre que se presentaba la oportunidad.

Además, podría revelar las fotos y entregarles un trabajo de calidad a manera de referencia futura. Así pues, Hiroko lloró toda la ceremonia debido a la inmensa emoción de ver a su hija en el altar, Yuuri en cambio no pudo sentirse más feliz por ambas. 

Porque justo ahí consiguió entender algo extremadamente importante: el amor era un regalo divino que debía atesorarse. Se trataba de algo a lo cual no todos podían tener a disposición, incluso románticamente hablando. Claro, Yuuri tenía el amor de su madre y hermana, de sus amigos, tuvo en algún momento el amor de su padre e intentar atreverse a más sería tentar demasiado a la vida.

Además, tenía otras responsabilidades más importantes que cumplir: como no dejar que Yutopia se cayera a pedazos por falta de atención. Y tampoco se cegaba de la razón, pues en algún punto determinado los estragos de la guerra los alcanzarían tarde o temprano, motivo por el cual debía proveer seguridad y un camino alternativo a seguir que no les pusiera en peligro a la larga. 

Y tomando en cuenta su poco atractivo e insulsa personalidad, ninguna persona en su sano juicio desearía siquiera intentar algo decente porque sería una relación destinada al fracaso. Mari opinaba lo contrario diciéndole que se infravaloraba, pero Yuuri no le creía ya que era totalmente consciente de su actual posición; atreverse a tener fantasías tontas respecto a que alguna vez tal escenario cambiaría solo implicaría estrellarse contra una realidad en extremo brutal.

Estaba perfectamente bien así. Ya lo tenía asumido.

Entonces, una vez la primera parte de la boda concluyó entre aplausos, vítores y lágrimas, los invitados se acercaron al nuevo matrimonio dispuestos a brindarles felicitaciones y buenos deseos. 

Afuera, el sol brillaba brindándoles calidez; si bien no soplaba ninguna brisa que pudiera entorpecer el ambiente festivo, sin ninguna explicación aparente comenzaron a caer docenas de pétalos rosas por todas partes, como si la naturaleza misma también se regocijara ante una unión tan bienaventurada. Curioso, Yuuri atrapó con su mano derecha uno de ellos, dándose cuenta que se trataban de cerezos y sonrió agradecido. Tal vez Hisashi le pidió a sus padres hacerse cargo, pensó conforme miraba en derredor.

No obstante, tal espectáculo que rara vez se apreciaba en Hasetsu no era, ni por asomo, algo natural ya que alguien decidió unirse a la celebración aun cuando evitó hacerse presente o ser visto. Pues desde hacía mucho tiempo atrás tenía puesto todo su interés en Yuuri.

Y él, debido a su constante tozudez no se había dado cuenta.

Tal vez uno de los principales defectos que caracterizaban a Yuuri era, sin duda, su terquedad intrínseca por naturaleza. 

Cuando algo se le metía en la cabeza no existía poder humano capaz de hacerlo desistir, llevándolo a cegarse de la razón; esto, en gran medida, afectaba sus percepciones la mayor parte del tiempo, impidiéndole ver que la vida misma estaba repleta de colores, matices, formas y ángulos únicos e inigualables. Que no todo se reducía a blanco o negro, ni mucho menos existían decisiones absolutas que marcaran sobre piedra el camino a seguir.

Aquella, por infortunio, se convertiría en una lección que tarde o temprano aprendería a su propia manera.

Tras toda la algarabía propiciada por la boda, Hisahi y Mari se quedaron en Hasetsu unos cuantos días, pero a final de cuentas el inevitable momento de mudarse a la capital llegó demasiado pronto. Hisashi, como buen marido responsable, se dio a la tarea de comprar una casa y quería mostrársela a Mari cuanto antes para que ella hiciera los cambios que quisiera a su gusto, permitiéndoles a ambos convertirla en un verdadero hogar. 

Por supuesto que dirigirse a la estación de trenes causó cierto efecto adverso entre los Katsuki, pues ninguno podría olvidar que justo ahí fue la última vez que tuvieron oportunidad de ver a Toshiya con vida, antes de que se fuera para cumplir su deber como soldado. 

Ciertamente Mari no se dirigía a ningún campo de batalla donde corría grandes probabilidades de morir, pero sus visitas serían inconstantes y hasta esporádicas de ahora en adelante. Los padres de Hisashi, brindándoles privacidad, fueron los primeros en abordar el tren permitiéndoles de ese modo decirse adiós apropiadamente; eran buenas personas y Hiroko confiaba en ellos. 

Lo hacía porque su hija mayor se marcharía en pos a volver realidad sus sueños, a ser amada y amar con libertad sin ninguna clase de duda ni restricción de por medio. Hacía esto porque disfrutaría su propia felicidad a manos llenas del mejor modo que pudiera, todo cuanto fuera posible.

—Les empaqué unos bocadillos por si les da hambre en el camino —entregándoles una canastilla con comida dentro, Hisashi la tomó y agradeció tras sonreírle encantado.

—Es usted muy amable, Hiroko. Será de mucha ayuda —hablaba en serio. La comida de su suegra era excelente—, será un viaje largo. Y no se preocupe por Mari; juro que seremos muy felices juntos.

—Tú la amas —ella señaló lo evidente—. Sé que en ningún otro lugar del mundo podría estar más segura que contigo —conmovida, Mari se inclinó dispuesta a brindarle un abrazo repleto de significado a su madre—. Escríbenos en cuanto tengas oportunidad, cielo.

—Lo haré mamá —añadió sin dejar pie a duda—. Cariño —Hisashi la miró curioso—, ¿podrías explicarle a mamá dónde más debe enviar la correspondencia además de nuestra nueva casa? No me gustaría que ninguna carta se perdiera si acaso el ejército decidiera intervenir el sistema de correo.

—Por supuesto que sí —Hisashi, apartándose unos cuantos pasos de los hermanos Katsuki, comenzó a contarle con gran detalle a Hiroko sobre dónde y cómo podrían intentar mantener contacto directo por si acaso.

—Necesito hablar contigo un momento —ante tal petitoria, Yuuri no pudo evitar sentir un pesado nudo en la boca del estómago.

¿Acaso Mari también le pediría prometerle algo tal cual Toshiya lo hizo aquella última vez? Nervioso, se removió inquieto tras cambiar su peso de un pie a otro, en un vano intento por aparentar normalidad.

—¿Qué sucede?

—Solo quería agradecerte de nuevo por brindarme la oportunidad de elegir —dijo tras sostenerlo entre sus brazos tan fuerte que lo dejó sin respiración.

—Era lo correcto —Yuuri le restó importancia al responderle del mismo modo, ante lo cual ella asintió.

—Cuida bien de mamá —Mari entonces le miró con una emoción difícil de comprender—. Y si por algún motivo necesitas ayuda, no dudes en decírmelo; sin importar cuánto tiempo me tome vendré sin falta. Esta es una promesa que cumpliré pase lo que pase —el joven de ojos color avellana pareció no comprender del todo sus palabras—, pero a cambio, tú también necesitas hacer lo mismo conmigo.

—No —se negó en redondo tras dar un paso atrás—. La última vez papá me hizo prometer algo muy importante y jamás regresó —Yuuri cerró los ojos en desesperación—. No me obligues a hacer lo mismo; prefiero tener la certeza de que volveré a verte de nuevo algún día.

—Escúchame Yuu —pidió brindándole consuelo al colocarle ambas manos sobre los hombros, instándolo a mirarla—. Mi intención jamás ha sido esa, únicamente me gustaría hacerte entender que Hasetsu no tiene por qué convertirse en todo tu mundo —Yuuri, visiblemente sorprendido, nunca creyó que le pidiera algo así—. Vive. Experimenta por ti mismo cuan maravilloso es hacer lo que te apasiona, lo que le permite a tu corazón latir todos los días.

El aludido sintió que sus ojos se humedecían gracias a las lágrimas, aunque las contuvo ya que Hiroko comenzó a dirigirles miradas repletas de preocupación, y no quería hacerla sentir culpable debido a una decisión que él mismo tomó de forma inapelable tiempo atrás.

—Seré feliz aquí —le hizo saber con una evidente resignación marcada en su tono de voz. Sin embargo, no era una resignación contra la cual se luchaba, sino una ya asumida y aceptada—. Duele reconocerlo, pero algunas personas no estamos destinadas a cosas extraordinarias —señaló lo evidente—. Todos nacemos con un propósito, Mari-neechan —ella no pudo evitar que la tristeza le invadiera al escuchar aquel apelativo cariñoso—; y aunque mi propia historia se basa en detalles pequeños e insignificantes, he aprendido a vivir con ella porque no puede ser de otra manera.

—Pero...

—Todo sucede por una razón, ¿recuerdas? —Yuuri señaló conciliadoramente—. Tu camino y el mío son diferentes, aun así, aunque la distancia sea mucha, eres mi hermanita y de un modo u otro seguirán entrelazados pase lo que pase —dijo al acariciarle el rostro con ternura—. No te preocupes por mí, ¿bien? Sé lo que hago.

Sin palabras, Mari volvió a acercarse a él y lo abrazó con tanto ímpetu que ambos se negaron a soltarse durante varios minutos. Cuando finalmente lo hicieron, pese a decirse adiós con pocas certezas de por medio, el profundo amor fraternal que se tenían siguió manteniéndose intacto. 

Así pues, ya sin mayor dilación, Hisashi y Mari abordaron dirigiéndoles un último gesto de despedida; entonces, por segunda vez Hiroko y Yuuri fueron testigos silenciosos de cómo otro ser querido se disponía a abandonar aquel pueblo tan común.

Donde todo iba y venía con constante regularidad. Excepto ellos.

Y a partir de ahí los días se convirtieron en semanas, las semanas en meses y los meses en años, tiempo en el cual ocurrieron dos cosas de suma importancia: una que les concernía a todos por igual y otra que solo era de interés para los Katsuki.

En el transcurso de dos años, la salud de Nikolai se degradó muchísimo debido a una enfermedad crónica que lo aquejaba incluso antes de que los conflictos entre Suria y Almenia estallaran. Poco importaba de cuan buena calidad fueron los tratamientos médicos a los cuales decidió someterse en pos a contrarrestar los síntomas, al final su cuerpo no soportó más y falleció irremediablemente. 

El suceso, sin duda alguna, conmocionó a todos los habitantes de Suria a niveles inconmensurables. Sin un líder, sin un regente lo bastante capaz de protegerlos directamente del enemigo, estarían expuestos a sufrir una invasión a gran escala por parte de Alamenia, que bajo las órdenes de la bruja

del Abadón no tendría piedad al dominarlos con su poderosa fuerza militar. Debido a ello, mucho se especuló respecto a cuál miembro de la familia real sería el más indicado para ocupar aquel puesto de tan vital importancia. Sin embargo, todo siempre se resumía a la misma respuesta: Yuri Plisetsky era el único heredero legítimo por sangre y línea sucesoria directa.

Con diecisiete años cumplidos, Yuri era demasiado joven para adoptar la responsabilidad de dirigir una nación completa; resultaba ridículo siquiera ponerlo en consideración cuando existían tantos riesgos de por medio. Pese a las rotundas negativas proferidas por los ministros principales, los Altin, nobles extremadamente cercanos a la realeza y cuyo papel consistía en desempeñarse como guías, protectores y consejeros, se negaron a aceptar que ninguna otra persona ocupara el trono, ni siquiera de manera provisional. 

En caso de ser así, ellos retirarían su apoyo dejándolos a la deriva. Por obvias razones, tal amenaza les obligó a que se tomara una decisión inapelable. Decir verdad, si bien los Altin poseían estatus que les permitían formar parte de los rangos sociales más altos, se rumoreaba que en realidad aquellos títulos les fueron otorgados para encubrir el hecho de que eran entrenados como agentes especiales, cuyo único propósito consistía en servir a los reyes de manera incondicional.

O al menos eso era lo que unos cuantos se atrevían a contar.

El pánico comenzó a expandirse cuál pólvora entre los ciudadanos de Suria debido a tanta indecisión; todos estaban asustados de que Yuri, debido a su más que evidente inexperiencia, tomara malas decisiones que pudiera llevarlos a la desgracia inminente. Pero nadie podía hacer demasiado al respecto dadas las circunstancias. 

Entonces, tras el funeral de Nikolai, les resultó imposible otorgar un lapso prudente permitiéndole así al príncipe sobrellevar su propio dolor tras perder al hombre que le crió desde que sus padres fallecieron cuando era un niño. Antes bien, fue coronado cuanto antes; y de un momento a otro el destino de miles cayó sobre los hombros de un joven que, muchos suponían, ni siquiera sabía dónde rayos estaba parado.

Y el miedo se volvió cada vez más grande.

Muchas personas comenzaron a movilizarse a sitos menos poblados, lugares donde pudieran esconderse hasta que lo peor pasara. Si es que llegaba a hacerlo alguna vez.

En todo aquel lapso, Yuuri trabajó muy duro en Yutopia; ahorró todo cuanto le fue posible en pos a tener recursos suficientes por si los conflictos armados les alcanzaban en algún momento determinado. La ciudad real no era una opción viable a donde huir, motivo por el cual podrían refugiarse en las montañas o los bosques aun cuando Phichit siempre decía que exageraba las cosas. 

Hasetsu ya de por si era un pueblo alejado de la buena mano de Dios, difícilmente algún problema severo los aquejaría ahí. No obstante, Yuuri quería asegurarse. Sobre todo porque, la segunda noticia vino a cambiar la situación de los Katsuki en sobremanera. Una mañana tras recibir el correo habitual, Hiroko se dio cuenta que Mari les había enviado una carta y dos pasajes de tren programados esa misma semana. 

Un tanto sorprendidos ante tan misterioso detalle, ella les explicó mediante tal masiva que ansiaba verlos porque estaba esperando un bebé.

Hiroko no cabía en sí misma de la felicidad, Yuuri en cambio, no lo podía creer. Sería tío.

¡Existían mil motivos para celebrar! No obstante, tras charlarlo a conciencia, Yuuri difícilmente podía dejar Yutopia debido a que nadie se haría cargo de los invernaderos en su ausencia; dejarlos sin supervisión apropiada les acarrearía muchísimas perdidas. Hiroko, pese a insistir, no pudo convencerlo de cerrar la florería al menos durante ese lapso; Yuuri no dejaría Hasetsu aunque así lo deseara.

Y eso la llevó a viajar sola por primera vez, dejándolo a cargo de todo lo demás.

—Todavía puedes venir conmigo —aun a pesar de que estaba a punto de iniciar el recorrido que

todavía tenía por delante, Hiroko siguió insistiendo en convencer a Yuuri para visitar a Mari juntos

—. Yutopia no desaparecerá si nos ausentamos unos cuantos días. Solo será una semana, cariño. Y puedo apostar que Mari estará feliz de verte.

—Sabes que no es posible—Yuuri siguió reacio a dar su brazo a torcer—. Tenemos una plaga en el invernadero, si nos vamos los dos, terminará con todas las flores y después será muy difícil erradicarla —Hiroko hizo un gesto compungido—. Despreocúpate, mamá; yo me haré cargo.

Hiroko recibió un beso en la mejilla a manera de consuelo, aunque eso no logró hacerla sentir mejor. Aun así, guiada por su hijo, abordó el tren acompañada por una sensación extraña dentro del estómago; como si algo fuese a ocurrir dentro de poco. Aunque realmente no fue necesario hacerlo, Yuuri decidió quedarse en la plataforma incluso varios minutos después de que el tren desapareciera en la distancia. 

Apelando a ser honesto, aún seguía un poco abrumado ante los eventos recientes; nunca antes se había quedado totalmente a cargo de Yutopia. No es que se creyera incapaz de sobrellevar las demandas típicas del trabajo, antes bien, hacerle frente a la soledad, aunque fuera de modo temporal le abrumó hasta cierto sentido.

Tras llegar a la resolución de que necesitaba un momento fuera con tal de evitar seguir pensando en tonterías, decidió visitar a Phichit, quien vivía justo en las orillas circundantes de Hasetsu.

Desde que eran pequeños, ambos se convirtieron en amigos inseparables, aun cuando sus personalidades eran diametralmente opuestas. Yuuri era un chico reservado, mientras que Phichit amaba ser abierto y extrovertido, además, tenía un gran espíritu libre, adoraba las aventuras y su indiscutible habilidad para conocer gente nueva siempre asombraba a Yuuri, porque parecía no tener miedo a mostrarse tal cual era frente a los demás. A lo largo de los años, además de confidentes y amigos, también aprendieron a considerarse hermanos, aunque no compartieran ningún lazo sanguíneo.

Tal cual Yuuri amaba las flores, la pasión de Phichit radicaba en la fotografía. Sus padres le permitieron montar un pequeño estudio personal, donde ya se había hecho de algunos clientes para intentar ganarse la vida de modo honrado. Pero eso no era todo; también contaba con una vasta colección del castillo ambulante que, por un módico precio, cualquiera podía apreciar. 

Yuuri todavía no conseguía entender del todo cómo demonios lograba obtener tales tomas, cuando su cámara era un armatoste de gran tamaño que resultaba difícil transportar desde un sitio a otro. Y siempre le asombraban las anécdotas que Phichit le contaba cada semana, mientras le mostraba orgulloso su nuevo hallazgo; alguna nueva fotografía del castillo ambulante hecha desde cada vez menor distancia.

Si bien el mago rara vez interactuaba con la gente de Hasetsu, Yuuri siempre le advertía que la estructura era lo bastante grande para aplastarlo si alguna vez no tenía suficiente cuidado. No obstante, Phichit, lejos de preocuparse, solo reía divertido ante tales advertencias, ya que consideraba que ahí radicaba la emoción de hacer las cosas que lo apasionaban.

—¿En verdad nunca antes has sentido esa adrenalina, Yuuri? —preguntó conforme subían al tejado de su casa, luego de haberse reunido esa tarde.

Se trataba de un lugar donde podían contemplar libremente Hasetsu; desde ahí los atardeceres siempre lucían preciosos.

—No —tras recibir una respuesta tan hermética, el joven de piel morena revoleó los ojos—. ¿Qué? Me agrada saber que podré vivir un día más, muchas gracias —espetó sarcástico mientras lo seguía.

—Sabes que me refiero a otra cosa —señaló divertido—. Debes tener un sueño fuera de esta ciudad. Todos lo tenemos.

El joven de gafas tomó asiento en una zona plana, bastante segura y apartada del borde. A esa hora en específico el sol comenzaba a ocultarse, brindándole un tono dorado al inmenso cielo sobre sus cabezas, cuyas nubes se movían tranquilas guiadas por el viento. Yuuri cerró los ojos, conforme meditaba lo que Phichit recién había dicho: ¿Un sueño? A decir verdad, hacía mucho que renunció a tener algún propósito personal más allá de apoyar a su madre. ¿Acaso merecía la pena plantearse la posibilidad de volver a soñar?

No. No realmente.

—¿A qué podría aspirar alguien como yo? —quiso saber tras dirigir sus ojos al horizonte—. Solo sé cultivar flores. Aunque también puedo cocinar y limpiar, no son habilidades que muchos apreciarían allá afuera —señaló el entorno, refiriéndose a todo cuanto se encontraba fuera de Hasetsu—. Soñar duele, Phichit. Y no pretendo que esos sueños rotos me afecten más de lo que deberían.

El rostro del otro muchacho se llenó de pena, e inmediatamente redujo la distancia entre ellos dispuesto a brindarle un fuerte abrazo repleto de cariño y significado.

—Yuuri, hay muchas cosas que todavía puedes hacer —le dijo conciliadoramente—. ¿Cómo puedo lograr que cambies de opinión?

—Nada lo hará —le sonrió gentilmente.

—Aun así, estoy seguro que sea cual sea el camino que decidas seguir, algo bueno vendrá Yuuri. Porque lo mereces —el aludido se apegó Phichit sintiendo de forma sincera y honesta su cariño.

E incluso le agradeció en silencio por aún conservar la fe en un imposible. Porque amigos iguales a Phichit escaseaban en el mundo, y él se sentía feliz de tenerlo.

Una vez el anochecer cayó sobre Hasetsu, Yuuri decidió regresar aun cuando los padres de Phichit, mostrándose amables igual que siempre, le pidieron quedarse a cenar. Yuuri les agradeció sus buenas intenciones, sin embargo, prefirió regresar a casa evitándoles así mayores inconvenientes; Phichit le riñó porque sin importar cuanto lo creyera así, los Chulanont jamás lo verían como una molestia.

Pese a ello, Yuuri prefirió volver; aunque con la promesa implícita de visitarlos pronto nuevamente.

Así pues, si bien la distancia entre las casas de Yuuri y Phichit era un poco extensa, hizo el recorrido a pie porque le gustaba caminar. Pese a que el alumbrado público comenzaba a encenderse disipando las sombras nocturnas, Yuuri no encontró peligroso recorrer tal sector en particular; casi todos en Hasetsu se conocían, además, algunos oficiales locales patrullaban cada tanto las calles brindándoles al menos un poco de seguridad adicional. 

Por ende, mientras recorría una avenida empedrada tras responder unos cuantos saludos amistosos, sin poderlo evitar miró justo en la dirección donde generalmente el castillo ambulante aparecía en ciertas temporadas del año. Resultaba extraño que esos meses evitara acercarse demasiado al pueblo, cuando otras veces parecía no tener ningún reparo en ello.

A decir verdad, no es que a Yuuri le preocupara en absoluto tal detalle; antes bien, consideraba al castillo una de sus grandes constantes. Y debido a que nada cambiaba para él, que hiciera acto de presencia cuando se suponía que debía hacerlo formaba parte de su arraigada cotidianidad. 

Restándole importancia puesto que quizá aparcería pronto tal cual era su bendita costumbre, notó que en el cielo aparecían cada vez más estrellas; incluso el frío nocturno le instó a ajustarse mejor la chaqueta que llevaba puesta. Decidido a tomar un atajo en pos a llegar antes, enfiló directo hacía una zona adyacente: no era la primera vez que recorría dicho camino, lo conocía perfectamente.

Sin embargo, mientras siguió avanzando tuvo un mal presentimiento: Yuuri nunca fue ni por asomo supersticioso, tampoco alguien que se asustara con facilidad, pero algo comenzaba a parecerle muy extraño. Si, cierto, aquella bien podía considerarse una zona cuya escasa iluminación ocasionaba que tenebrosas sombras proyectaran figuras fantasmagóricas en las paredes de ladrillo desgastadas por el clima y el paso del tiempo, no obstante, incluso el ambiente lo notaba distinto. 

Nervioso, repentinamente tuvo la necesidad de echarse a correr, pero se contuvo, porque en circunstancias así la mente era traicionera y jugaba bromas pesadas, aunque no hubiera absolutamente nada a lo cual temer. O al menos intentó convencerse de eso, ya que al segundo siguiente percibió un ruido bastante particular justo tras él; confundido, trató de relacionarlo con algo que ya hubiera escuchado antes, más no logró ligarlo a nada conocido.

Apegándose a su lógica, se convenció de que seguro se trataba de un animal callejero, o quizá otra persona también tuvo la misma idea de usar ruta. Sin embargo, Yuuri sospechó que de ser ese el caso, no se trataba del típico sonido convencional que producían las suelas de los zapatos tras chocar contra la dura superficie del suelo. Antes bien, lo que parecía seguirle se deslizaba sobre el concreto, produciendo un siseo atemorizante. 

Asustado, Yuuri quiso mirar, no obstante, su instinto de supervivencia le dictó que evitara hacerlo, que siguiera adelante pues a varios metros podía vislumbrarse la salida del callejón. Aun así, el panorama no mejoró. Paso a paso, Yuuri fue cada vez más consciente de que esa cosa aumentaba la velocidad gradualmente, motivo por el cual reaccionó por inercia aún con la esperanza de que solo fueran ideas tontas provocadas por el cansancio. 

No obstante, tras notar un escalofrío recorriéndole la columna vertebral luego de que un gruñido animal resonara amenazante, ya sin pensarlo demasiado Yuuri corrió como si su vida dependiera de ello. ¡No era su imaginación en absoluto!

¡Tenía que escapar cuanto antes!

Y a partir de entonces fue como si algo se activara: de pronto las fuentes de luz, sin excepción, comenzaron a desvanecerse, el aire se vicio, las sombras cubrieron toda el área expandiéndose dejándolo sumido en una oscuridad absoluta. ¿Qué rayos era? ¿Un demonio? ¿Un monstruo?

¿El mago que comía corazones? ¿Iba a morir? ¡No quería morir!

"¡No te detengas! ¡Huye! ¡Rápido!"

Entre el pánico y la urgencia, Yuuri creyó que se trataba de su propia mente tratando de mantenerse en control, aun pese a sonar bastante tranquilizadora dadas las circunstancias, ya que por lo general hubiese cometido una reverenda estupidez debido a la histeria. Aunque obedeció sin titubear. A Yuuri no le importo que por poco perdió el sombrero y las gafas en la frenética carrera directo hasta la salida, e inmediatamente se precipitó cuál flecha contarla pequeña apertura, que resultó ser una de las calles principales donde parecía no pasar absolutamente nada.

Con la respiración entrecortada, el sudor resbaló por el pálido rostro de Yuuri; todavía le temblaban las piernas y pensar con suficiente claridad resultó en extremo difícil. Y de pronto los típicos sonidos de la calle lo regresaron al mundo real: gente caminando, la fuente de piedra cuyas aguas caían serenas de manera continua, dos o tres automóviles circulando en distintas direcciones. Incluso algunos negocios seguían abiertos.

Angustiado, Yuuri realizó varias exhalaciones profundas en pos a recuperar la calma perdida, porque el corazón le latía desbocado dentro del pecho.

¿Qué había sido todo eso?

Conforme luchaba contra sus propios temores, de improviso Yuuri alcanzó a escuchar un agonizante gemido lastimero varios metros tras él. Anonadado, forzó su vista hasta que alcanzó a distinguir como un caniche en pésimas condiciones trastabillaba inestable fuera del callejón, hasta que prácticamente no pudo avanzar más y terminó desplomándose contra el duro asfalto totalmente exhausto. 

Era grande, de rizado pelaje castaño; estaba muy lastimado y jadeaba continuamente gracias a la sed que seguro debía sentir tras semejante carrera hecha hasta ahí con tanta desesperación. Ya más tranquilo, Yuuri de pronto se sintió terriblemente idiota. ¿Un caniche? ¿En verdad huyó de tal forma solo por eso? ¡Era un perrito inofensivo, cielo santo! 

Aliviado, se movió guiado por la curiosidad y la compasión, decidido a acercarse; todavía respiraba, constató al revisarlo, aunque su estado le imposibilitaría valerse por sí mismo pues tenía gravemente lastimada su pata derecha frontal. Yuuri amaba a los perros, siempre le parecieron mejores que las personas en mil sentidos diferentes.

Y por eso no fue capaz de abandonarlo a su suerte.

Así que, cargándolo con gran cuidado evitándole así alguna otra lesión mayor, procedió a llevárselo consigo; esperaba que no fuese demasiado tarde para brindarle la ayuda apropiada. Por evidentes razones le tomó el doble de tiempo regresar a casa, era media noche cuando por fin pudieron entrar a Yutopia y resguardarse del cada vez más notorio frío de la noche. 

Si bien le dolían los brazos debido al peso adicional, Yuuri solo se detuvo a cerrar la puerta e inmediatamente se dirigió hasta la trastienda, donde logró acondicionar un macetero plano permitiéndole así al perrito sentirse más cómodo durante su estadía. 

Después buscó el botiquín de primeros auxilios que Hiroko siempre insistía en mantener bien equipado por si ocurría algún incidente y sin distraerse en alguna otra cosa, procedió a atender las heridas del caniche. Tras haber encendido algunas lámparas que le ayudarían en su labor, Yuuri constató con pesar que su estado era peor de lo que creyó. Ya entendía porque se empecinó en seguirlo tan insistentemente; el pobre animal sufrió muchísimo antes de que lo encontrara.

Además de la pata lastimada -que milagrosamente no parecía fracturada-, también tenía cortes que sangraban sin cesar. Cuando las heridas entraron en contacto directo con las soluciones desinfectantes que utilizó evitando así alguna infección futura, el caniche reaccionó retorciéndose con bastante energía presa del dolor. 

Por fortuna solo se trataban de rasguños superficiales, y Yuuri procuró trabajar rápido mientras le hablaba con voz sosegada buscando así tranquilizarle, aunque no fue sencillo. Sin lugar a dudas, una de las cosas que Yuuri más odiaba en el mundo entero era la crueldad, sobre todo tratándose de personas que dañaban a seres indefensos por dinero o mera diversión. 

¿Qué les motivaba a ser tan ruines? Luchando contra una horrible sensación de impotencia y frustración, fijó algunos apósitos finiquitando así la difícil tarea; por ahora era todo cuanto podía hacer. Necesitaría buscar a un veterinario a primera hora por la mañana.

Esa noche ya no le quedaba ningún otro remedio más que esperar.

—Has sido muy valiente, bonita —dijo pues, tras haberla sostenido entre sus brazos, constató que se trataba de una hembra—. Quédate quieta, debes centrarte en descansar, nadie te hará daño aquí: lo prometo.

Ella emitió un ligero gimoteo en respuesta, como si fuese capaz de comprender sus palabras e intentara brindarle algún tipo consuelo. Yuuri sonrió tras acariciarle las orejas con calma, suavemente; quizá los dos podrían hacerse compañía a partir de entonces. 

Decidido a vigilarla, Yuuri tomó asiento frente a un pequeño escritorio donde solía realizar algunas cuentas, aunque era tarde, creyó que podría permanecer en vela unas cuantas horas más. No obstante, el agotamiento comenzó a pasarle factura al cabo de unos cuantos minutos y, sin darse cuenta, terminó quedándose dormido sobre la superficie de madera.

Todo mientras la caniche le observaba con sus pequeños ojos negros repletos de inteligencia y una curiosidad que, de estar despierto, Yuuri hubiese sido capaz de notar sin mayor dificultad.

A la mañana siguiente, Yuuri regresó al mundo real gracias a los tenues rayos del sol que se filtraban por la única ventana del sitio, e inmediatamente sintió un espantoso dolor en su espalda y cuello por haber dormido en tan mala posición por la noche. Poco a poco logró salir del sopor característico del sueño, dándose cuenta dónde estaba y por qué terminó ahí en primer lugar. 

Estirándose para sacudirse la pereza, se acomodó las gafas torcidas y procedió a verificar el estado actual de la caniche. Le sorprendió verla despierta, enfocada, incluso parecía consciente sobre su situación pues le observaba con detenimiento, como si tratara de adivinar qué haría él a continuación. Yuuri encontró tal comportamiento algo natural: en cuestión de unas cuantas horas fue atacada, herida y llevada hasta un sitio desconocido.

Cualquiera, humano o no, actuaría del mismo modo.

Acercándose a ella despacio con el único propósito de verificar los apósitos, se acuclilló a la espera de cualquier comportamiento hostil, más este jamás llegó; antes bien le permitió tocarla despacio, sin prisa, dándole la oportunidad de demostrarle que no pretendía hacerle ningún daño. 

Era una caniche muy lista, pensó Yuuri al darse cuenta que las heridas lucían mejor y quizá no serían necesarios los servicios de algún médico veterinario. A partir de ahí tal vez solo necesitaría reposar, comer bien y no vagar sola sin un lugar seguro al cual volver.

—Hey —en cuanto habló, la caniche tensó su postura hasta entonces relajada. Yuuri apartó la mano unos cuantos centímetros, pues tampoco pretendía asustarla—. Tranquila, no voy a hacerte ningún daño —y posiblemente usó el tono correcto, ya que ella bajó ambas orejas mostrándose menos amenazada—. Buena chica. Voy a buscarnos algo de comer, ¿te gustaría? —Yuuri notó cierto interés mal disimulado gracias a la propuesta, ante lo cual no pudo evitar reír divertido—. Pero antes, creo que deberíamos llamarte de alguna manera —sentenció cruzándose los brazos contra el pecho. Tras un prolongado silencio ininterrumpido, Yuuri pareció llegar a una importante resolución—. ¿Qué te parece Makkachin?

La caniche movió su cabeza en un gesto curioso, aunque tampoco emitió ningún sonido en protesta; creyéndolo buena idea, Yuuri asintió satisfecho ante la elección.

Así pues, tras un desayuno tardío, Yuuri procedió a iniciar sus respectivas actividades en Yutopia; sin importar que fuera por motivos de fuerza mayor, perdió media mañana en asegurarse que Makkachin se alimentara correctamente pues de otro modo jamás lograría restablecerse tal cual correspondía. 

Aun siendo el único trabajando en la florería, logró ponerse al corriente con algunas actividades inaplazables, pero poco a poco el cielo vespertino pasó a nublarse amenazando con traer consigo lluvias y vientos gélidos que disminuirían la clientela en las próximas horas. 

Aunque eso tampoco significaba que podría sentarse a holgazanear. Desde hacía unas cuantas semanas atrás tenían serios problemas con un cultivo específico de rosas blancas; pese a todos sus esfuerzos para encontrar el modo de mantenerlas con vida, no conseguía obtener ningún resultado favorable; Hiroko le recomendó dejarlas, ya luego cultivarían más con mayor cuidado. Sin embargo, Yuuri se negó en redondo porque pretendía seguir intentando hasta que ya no le quedara ninguna otra opción viable.

Ocupándose de las macetas donde haría el último cambio, Yuuri recién había traído consigo del invernadero un saco cerrado con tierra fertilizada cuando notó que Makkachin actuaba muy extraño. Hasta entonces solo se limitó a dormitar tranquilamente sin mover un solo músculo, pero de un momento a otro se agitó inquieta, olisqueaba el aire y parecía ansiosa debido a razones que seguía sin comprender. Más le resultó imposible detenerse a verificar qué le sucedía, puesto que la campanilla de la entrada sonó alertándolo sobre la presencia de un cliente.

Limpiándose las manos en el delantal que llevaba puesto, le pidió a Makkachin quedarse quieta conforme se dirigía hasta la zona frontal. Lo que encontró nada más entrar, sin duda alguna, lo dejó totalmente atónito. 

Ahí, parado a mitad de la modesta habitación que conformaba Yutopia, como si se tratara de un elemento atípico fuera de lugar o proporción, se encontraba una de las personas más impresionantes que hubiese tenido la oportunidad de ver jamás. Pese a ser un hombre a quien Yuuri no conocía en absoluto, cosa extraña tomando en consideración que Hasetsu, al ser relativamente pequeño les permitía a todos saber quién era quién, lo hizo sentir amedrentado e inferior en mil sentidos diferentes.

¿Sería un extranjero? Su apariencia tan particular le daba a entender que posiblemente lo era. Recomponiéndose de la impresión inicial, Yuuri sonrió con amigable educación disponiéndose a atender al atractivo desconocido. Solo se trataba de otro cliente, nadie a quien debería otorgarle mayor importancia, ¿verdad?

No tenía por qué preocuparse. ¿Cierto?

Restándole importancia, Yuuri esbozó una sonrisa educada dispuesto a comportarse con normalidad, debido a que la situación no ameritaba ningún cambio significativo.

—Buenas tardes —saludó con amabilidad estudiada; siempre le gustaba ser atento con los compradores ya que de eso dependía una próxima visita en el futuro, ayudándoles así a mantener el negocio a flote. Tal gesto logró captar la atención del otro hombre, quien parecía muy interesado en unas magnolias que yacían cerca de la puerta principal—. ¿Puedo ayudarle?

—Hola —al escucharlo, Yuuri notó de inmediato cierto acento particular en su voz. Tomando en consideración el detalle, quizá su teoría no estaba del todo equivocada—. ¿Eres tú quien atiende la florería? —quiso saber conforme acortaba la poca distancia entre ellos.

Y Yuuri agradeció que el mostrador fungiera cual línea divisoria entre una zona y otra, de otro modo hubiese sido en extremo vergonzoso tener que verse forzado a retroceder para sentirse menos incómodo.

—Así es, señor.

—Entonces quizá si puedas brindarme ayuda —concluyó meditabundo, dándole la fuerte impresión de que dijo esto más para sí mismo—. En realidad, me interesa tratar contigo un asunto muy breve; prometo que no te quitaré demasiado tiempo.

Yuuri frunció el entrecejo, conforme sus niveles de alarma se elevaban hasta límites insospechados.

¿Qué asunto quería tratar con él alguien a quien en su vida había visto antes? Carecía de total sentido.

—¿Perdón?

—Anoche encontraste algo de camino a casa, ¿no es así? —concluyó tras expresarse con una seguridad tal, que a Yuuri le pareció en extremo sospechoso. ¿Cómo demonios pudo enterarse? Nadie le vio llegar a casa acompañado por Makkachin, quien hasta entonces creyó que se trataba de una mascota sin hogar—. ¿Podrías indicarme dónde está?

Sobresaltado, Yuuri dio un paso atrás conforme lo examinaba con mayor detalle, aunque ignoraba en qué podría beneficiarle hacerlo; por supuesto no parecía ningún delincuente vulgar, tenía demasiada clase para caer en tan baja categoría. Antes bien, el extraño poseía estatura privilegiada, complexión atlética, piel blanca y un color de cabello bastante inusual: plateado cual rayo de luna, el cual usaba atado en una coleta alta. Además, pese a ir vestido con ropa casual, bien podría pasar por el hijo de algún noble poderoso e importante.

Sin importar el incómodo silencio, los ojos azules del hombre lo miraron con aparente gentileza esperando cualquier respuesta de su parte, pero a Yuuri le dio la fuerte impresión de que algo más se escondía ahí, aunque le resultó imposible determinar con total exactitud qué rayos era. 

Y se removió incómodo, porque un repentino vestigio de duda lo asaltó, poniéndolo todavía más nervioso si acaso era posible, ya que recordó los numerosos rumores acerca del mago cuyo castillo ambulante seguía siendo comidilla constante entre los habitantes de Hasetsu. Si lo pensaba con cuidado, todo encajaba. ¿Sería él? No, no podía ser posible. ¿Qué le motivaría a elegir un sitio tan simple como Yutopia para hacer acto de presencia? ¿Intentaría hacerle daño?

Tampoco lo consideraría una posibilidad factible; según contaban, el blanco típico de sus fechorías eran personas de apariencia privilegiada, es decir, hombres o mujeres atractivos. Alguien como él no encajaba dentro del perfil. Siendo así, armándose de un valor que estaba demasiado lejos de sentir, se atrevió a enfrentarlo.

No le permitiría acercarse a Makkachin bajo ninguna circunstancia.

—Escuche señor —comenzó con la voz temblorosa, demasiado ansioso porque jamás en su vida había tratado a nadie con tal descortesía, ni tampoco se atrevió a ser grosero; pero este hombre le alteraba demasiado los nervios y todavía seguía sin encontrar una explicación coherente a la situación—: no entiendo de qué habla. Ahora voy a pedirle que se retire, por favor.

El de ojos azules pareció genuinamente asombrado ante tamaño atrevimiento. Sin embargo, aunque temblaba desde los pies hasta la cabeza, Yuuri procuró mantenerse firme, mientras fingía un valor que, en realidad, estaba demasiado lejos de sentir.

—¿Makkachin? —preguntó curioso. ¿En verdad le preocupaba más ese pequeño detalle? ¿No le importó su actitud tan fuera de lugar? Yuuri entonces le observó con extrañeza, pues lo escuchó reír divertido—. ¿Fue idea tuya? Porque tienes buen gusto; me agrada —concluyó tras obsequiarle una sonrisa genuina, permitiéndole notar que sus labios poseían la forma de un corazón—. Disculpa mi rudeza —pidió—, por lo general pocas veces suelo tener tantos problemas si acaso requiero la ayuda de ciertas personas. ¿Puedo saber cómo te llamas?

—Yuuri.

—Encantado, Yuuri —acto seguido, realizó una galante inclinación digna de alguien perteneciente a la realeza—. Mi nombre es Victor Nikiforov —habló mirándole directo a los ojos, dándole la gran impresión de que parecía buscar al menos un pequeño vestigio de reconocimiento inicial, aunque Yuuri no entendió los motivos—. Vine hasta aquí porque tienes bajo tu protección a una amiga muy querida; entiendo la desconfianza, pero mis intenciones son buenas. Eso te lo puedo asegurar.

Yuuri guardó silencio varios segundos, conforme intentaba estudiar un poco más la situación. Parecía sincero al hablar, aun así, seguía sin convencerle del todo.

—¿Cómo supo que estaba aquí?

—Seguí su rastro, por supuesto —comentó como si fuese la cosa más natural del mundo tras colocarse una mano bajo la barbilla, algo que encendió las alarmas del florista.

—Bromea, ¿cierto?

—Me temo que no —entonces decidió acercarse más —. Ahora, si fueses tan amable de permitirme verla...—reacio, Yuuri se empecinó en fungir cual barrera en el acceso cuya ruta guiaba hasta la trastienda, sin mostrar la menor intención de moverse un solo centímetro—. Yuuri — Victor siguió hablándole con gentileza—, únicamente pido una oportunidad. Si me reconoce, tendrás pruebas de que digo la verdad; en caso contrario, me marcharé. ¿Te parece bien?

Yuuri quiso volver a negarse, sin embargo, por alguna razón aquellas últimas palabras le sonaron verdaderamente sinceras; esto consiguió hacerlo ceder aun a regañadientes debido a las dudas. ¿Y si por causa suya volvían a lastimar a Makkachin? ¿Qué podría hacer al respecto? Pero, en caso de ser el dueño real, nada podría evitar que se la llevara, ¿cierto? 

Mortificado, ya sin ninguna otra alternativa, le guio hasta la habitación trasera mostrándose atento a todo cuanto el otro hacía. Una vez los dos entraron al sitio, Makkachin trató de incorporarse dispuesta a recibirlos, no obstante, Victor le impidió hacerlo tras arrodillarse y comenzar a obsequiarle caricias pausadas que la caniche recibió gustosa.

—Lamento tanto lo sucedido —Victor se excusó apenado, Makka en cambio gimoteó a manera de respuesta ambigua—. Fue mi culpa por dejarte sola —ella movió la cabeza para mirarlo mejor—. Si, lo sé —Yuuri únicamente se limitó a observar, demasiado consternado para opinar algo. ¿Era su imaginación o parecían mantener alguna clase de conversación extraña? —. No puedo creer que te hiciera algo así —pasándole las manos sobre las heridas, Victor pareció más conforme—. Anda, ponte de pie; volvamos a casa.

Obedeciéndole, poco a poco Makkachin logró posicionarse sobre sus extremidades inferiores sin caer en el proceso; después avanzó unos cuantos pasos que, pese a costarle notable trabajo, logró darlos sin caer en el proceso. A Yuuri le alegró verla restablecida, pero también lamento su actitud inicial y una terrible vergüenza le impidió encarar a Victor ya que lo juzgó realmente mal.

—Yo...—titubeó al frotarse ambas manos sin saber qué otra cosa hacer—. Es decir, perdone. Solo trataba...

Victor le sonrió animado, como si nada hubiese ocurrido.

—Tranquilo, entiendo tus razones —le restó importancia—. En verdad te agradezco por haberle brindado refugio a Makkachin; ella es muy importante para mí—la caniche soltó un ligero gruñido ante la mención de su "nombre", algo que le causó cierta gracia a Víctor.

—Lo he hecho con gusto.

—¿Hay alguna manera en que pueda retribuírtelo?

—No necesito dinero si acaso a eso se refiere —Victor volvió a reír ante su notable tono ofendido.

—Entonces creo que te debo un favor, ¿no te parece?

—¿Un favor? —murmuró con notable escepticismo en su tono de voz. Victor sonrió al colocarse tras la oreja un largo mechón de cabello, haciéndolo sentir incómodo.

¿Cómo rayos podía ser tan atractivo? Yuuri nunca antes conoció a alguien así antes, o al menos no en Hasetsu donde la normalidad era una constante ¿De dónde rayos salió un tipo así? Si bien tenía ciertas sospechas al respecto, prefería seguir pensando que era una probabilidad mínima e imposible. Además de estúpida.

—Así es —enfatizó conforme se dirigía hasta una de las macetas donde Yuuri trasplantó un rosal moribundo. Entonces, tal como si examinara la planta, Victor colocó su mano extendida sobre ella recorriéndola por completo.

—¿Qué hace? —preguntó curioso.

—Verificándola —añadió meditabundo—. Sigue aferrándose a los nutrientes que le has proporcionado —el de gafas pareció genuinamente confundido—. ¿Sabes algo? Ellas tienen muy claro cuánto te esfuerzas por ayudarlas a vivir mientras esperan el propósito que les corresponde cumplir —Yuuri no supo cómo responder a semejante aseveración—. Y no existe honor más grande que el de respetar la vida en cada una de sus variantes.

Por alguna absurda razón, Yuuri recordó lo que Toshiya le dijo antes de morir: por si mismas las flores tenían una historia específica además de un lenguaje único. ¿Acaso Victor pensaba del mismo modo?

—Espere —titubeó—... ¿acaso fue un cumplido? —los ojos azules del otro hombre le observaron con evidente fascinación.

—Así es —añadió amable—. ¿Te ofendí?

—No —se apresuró a sacarlo del error mostrándose nervioso—. A decir verdad, me tomó desprevenido —si bien evitó expresarlo en voz alta, Victor pareció comprender el hecho implícito de que rara vez recibía elogios—. Disculpe...

—Ha sido un placer —Victor hizo una reverencia denotando respeto a manera de despedida—. Ahora debo marcharme. Fue un gusto conocerte, Yuuri —acto seguido procedió a marcharse acompañado por Makka, quien emitió un ladrido amistoso antes de seguir a su dueño sin mirar atrás.

Yuuri dejó escapar una profunda exhalación; sin embargo, le resultó difícil determinar si lo hizo debido al alivio u a otro motivo en particular. ¿Acaso lo imaginó? Tal vez comenzaba a volverse loco luego del estrés acumulado durante tantos días de trabajo ininterrumpido. 

Decidido a olvidarse del ridículo asunto, prefirió regresar a sus ocupaciones porque nadie más las terminaría y tampoco podía darse el lujo de seguir perdiendo tiempo valioso. No obstante, por poco se cayó de bruces al suelo cuando volvió a la parte frontal de Yutopia, todo porque las flores ahí  recuperaron su color, vitalidad y belleza usuales.

Asustado y con el corazón latiéndole a toda velocidad, Yuuri se quitó las gafas para frotarse los ojos tratando así de asimilar que aquello era real y no una de sus ensoñaciones infantiles. En la realidad de Yuuri pocas veces ocurrían eventos extraños, y por razones aún desconocidas, ese misterioso mago del cual todos hablaban y cuyo castillo era comidilla del pueblo había visitado Yutopia.

Y los rumores acerca de él, por supuesto, no podrían haberle hecho justicia ni en un millón de años.



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